CON LOS OJOS ABIERTOS
Creo que si queremos entender el mundo y nuestras vidas, hay que empezar por partir de una premisa: que todos somos ciegos, o semiciegos o, por lo menos, daltónicos.
Vemos lo que queremos ver.
Sin que nadie nos coloque lentes, vamos todos reduciendo el enfoque, reduciéndonos a ciertas zonas de la realidad, eligiendo nuestros trozos de mundo para vivir más cómodos, hasta que terminamos por creer «sinceramente» que nuestro mundillo es el mundo. Pero desconocemos ocho de sus diez partes.
El creyente acaba por creer que todos o casi todos creen. El incrédulo se autoconvence de que eso de la fe es cosa de siglos pasados. El rico se autoasegura que «ahora la gente vive mejor». El pobre se inventa una caricatura de la vida de los ricos.
¿Es que todos mienten? No. Es que todos terminamos por elegirnos
unas cuantas docenas de amigos, que son los únicos con los que verdaderamente hablamos, y concluimos que todos deben de pensar como nuestro circulito.
Tienen que venir algunas experiencias dramáticas para que abramos los ojos y empecemos a *entender.*
Y, cuando se ha empezado a entender, ya se está dispuesto a comprender y aceptar a los demás.
San Ignacio lo dijo hace muchos siglos:
«Se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de estar más dispuesto a salvar las opiniones del prójimo que a condenarlas. Si no puede salvarlas y aceptarlas, esfuércese en entenderlas. Y si, cuando las ha entendido, las sigue viendo malas, corríjale con amor. Y si esto no basta, busque deg todas las maneras el modo de que esas opiniones, bien entendidas, se salven.»
En lugar de tomar lo que no nos gusta o confronta de lo que dice nuestro prójimo, tratemos de ver lo que sí nos sirve, lo que nos une, lo que tiene de bueno... con esto, dejaríamos de sufrir al no encontrar algo con qué contraatacar.
Nos entenderíamos infinitamente mejor y podríamos vivir la alegría con nuestros hermanos.
*Abramos los ojos para ver y unirnos a la vida.*
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