LA ACEDIA
Los cenobitas de la Tebaida se hallaban sometidos a los asaltos de muchos demonios. La mayor parte de esos espíritus malignos aparecía furtivamente a la llegada de la noche. Pero había uno, un enemigo de mortal sutileza, que se paseaba sin temor a la luz del día. Los santos del desierto lo llamaban daemon meridianus, pues su hora favorita de visita era bajo el sol ardiente. Yacía a la espera de que aquellos monjes que se hastiaran de trabajar bajo el calor opresivo, aprovechando un momento de flaqueza para forzar la entrada a sus corazones. Y una vez instalado dentro, ¡qué estragos cometía!, pues de repente a la pobre víctima el día le resultaba intolerablemente largo y la vida desoladoramente vacía. Iba a la puerta de su celda, miraba el sol en lo alto y se preguntaba si un nuevo Josué había detenido el astro a la mitad de su curso celeste. Regresaba entonces a la sombra y se preguntaba por qué razón él estaba metido en una celda y si la existencia tenía algún sentido. Volvía entonces a mirar el sol, hallándolo indiscutiblemente estacionario, mientras que la hora de la merienda común se le antojaba más remota que nunca. Volvía entonces a sus meditaciones para hundirse, entre el disgusto y la fatiga, en las negras profundidades de la desesperación y el consternado descreimiento. Cuando tal cosa ocurría el demonio sonreía y podía marcharse ya, a sabiendas de que había logrado una buena faena mañanera.
A lo largo de la Edad Media este demonio fue conocido con el nombre de acedia. Aunque los monjes seguían siendo sus víctimas predilectas, realizaba también buen número de conquistas entre los laicos. Junto con la gastrimargia, la fornicatio, la philargyria, la tristitia, la cenodoxia, la ira y la superbia, la acedia o taedium cordis era considerada como uno de los ocho vicios capitales que subyugan al hombre. Algunos desacertados psicólogos del mal suelen hablar de la acedia como si fuera la llana pereza. Mas la pereza es tan sólo una de las numerosas manifestaciones del vicio sutil y complicado que es la acedia. Al hablar de ella en el «Cuento del clérigo», Chaucer hace una descripción muy precisa de este catastrófico vicio del espíritu. «La acedia», nos dice, «hace al hombre aletargado, pensaroso y grave». Paraliza la voluntad humana, «retarda y pone inerte» al hombre cuando intenta actuar. De la acedia proceden el horror a comenzar cualquier acción de utilidad, y finalmente el desaliento o la desesperación. En su ruta hacia la desesperanza extrema, la acedia genera toda una cosecha de pecados menores, como la ociosidad, la morosidad, la lâchesse1, la frialdad, la falta de devoción y «el pecado de la aflicción mundana, llamado tristitia, que mata al hombre, como dice San Pablo». Los que han pecado por acedia encuentran su morada eterna en el quinto círculo del Infierno. Allí se les sumerge en la misma ciénaga negra con los coléricos, y sus lamentos y voces burbujean en la superficie:
Fitti nel limo dicon: «Tristi fummo
nell’aer dolce che dal sol s’allegra,
portando dentro accidioso fummo;
Or ci attristiam nella belletta negra».
Quest’inno si gorgoglian nella strozza,
chè dir nol posson con parola integra.2
La acedia no desapareció con los monasterios y la Edad Media. También el Renacimiento hubo de sometérsele. Podemos hallar una copiosa descripción de los síntomas de la acedia en la Anatomía de la melancolía de Burton. Los efectos de las maquinaciones del demonio del mediodía se conocen hoy como «los vapores»3 o el spleen. El cordial Matthew Green4, de la Oficina de Aduanas, dedicó al spleen los ochocientos versos octosílabos que son su apuesta por la inmortalidad. Para él se trata de una simple enfermedad que puede curarse con una dieta blanda:
¡Salve! Oh atole de agua,
gran potencia curativa
al alcance de los pobres
o también por medio de la risa, la lectura y la compañía de muchachas sencillas:
Madres y tías vigilantes,
frenen sus quejas impías
para formar la honradez,
no consagren tanto gasto,
tanto arte a desflorar
un corazón virginal
también al esquivar las pasiones partidistas, la bebida, a los disidentes, a los misioneros —especialmente a estos últimos, cuyas empresas el señor Green nunca suscribió:
Yo me burlo del spleen
y guardo bien mis dineros,
pues no los mando a arruinar
la inocencia de los indios
y también al evitar tanto los pleitos legales como el escribir poesía y el pensar acerca del futuro del propio patrimonio.
The Spleen fue publicado en la década de 1730. La acedia era por entonces, si no un pecado, por lo menos una enfermedad. Pero el cambio estaba ya a la puerta. Aquel «pecado de la aflicción mundana, llamado tristitia» se volvió una virtud literaria, una moda espiritual. Los apóstoles de la melancolía unieron al unísono sus débiles cornamusas, y los Hombres Sensibles se echaron a llorar. Vino entonces el siglo XIX y el romanticismo, y con ellos el triunfo del demonio del mediodía. La acedia en su forma más complicada y mortífera —una mezcla de hastío, tristeza y desesperación— era ahora motivo de inspiración de los mayores poetas y novelistas, cosa que sigue siendo a la fecha. Los románticos denominaron este horrible fenómeno como mal du siècle. El nombre era lo de menos; lo que nombraba seguía siendo lo mismo. El demonio del mediodía tuvo muchos motivos para sentirse satisfecho durante el siglo XIX pues, como dijo Baudelaire,
L’Ennui, fruit de la morne incuriosité
Prit les proportions de l’immortalité.5
Curioso fenómeno éste, el progreso de la acedia, que de ser un pecado mortal sujeto a condena eterna pasa a ser primero una enfermedad y luego una emoción esencialmente lírica, fructífera en la inspiración de gran parte de la literatura moderna más notable. El sentimiento de la futilidad universal, las sensaciones de aburrimiento y de desesperación, con el deseo complementario de hallarse «en algún lugar fuera de este mundo», o por lo menos fuera del lugar en el que uno está en ese preciso momento, han dado inspiración a la poesía y a la novela por más de un siglo. Habría sido inconcebible en tiempos de Matthew Green escribir un poema en serio sobre el hastío, mientras que en tiempos de Baudelaire, el hastío era un tema tan apropiado para la poesía lírica como podía serlo el amor; y la acedia subsiste aún entre nosotros como inspiración, como uno de los temas literarios más serios, intensos y profundos. ¿Qué significa esto? Si es evidente que el progreso de la acedia es un acontecimiento espiritul de considerable importancia, ¿cómo explicarlo?
El siglo XIX no inventó la acedia. El aburrimiento, el desánimo y la desesperación han existido siempre, y han sido padecidos con igual intensidad en el pasado que en la época actual. Pero algo ocurrió que hizo a estas emociones respetables y dignas de confesarse públicamente; ya no son pecaminosas ni se les considera meros síntomas de una enfermedad. Ese «algo» que ha ocurrido es simplemente la historia a partir de 1789. El fracaso de la Revolución Francesa y la aún más espectacular caída de Napoleón plantaron la acedia en el corazón de todos los jóvenes de la generación romántica —no sólo en Francia sino en toda Europa—, quienes creían devotamente en la libertad o cuya temprana juventud se intoxicó con la ideas de gloria y genio. Luego vino el progreso industrial con su pródiga multiplicación de inmundicias, miserias y riquezas mal habidas; la profanación de la naturaleza bajo la industria moderna bastó de por sí para apesadumbrar a muchas mentes sensibles. El descubrimiento de que la emancipación política, por la que tanto y tan obstinadamente se había luchado, resultaba ser simple fruslería y vanidad mientras que la servidumbre industrial se enseñoreaba, fue otra de las terribles desilusiones del siglo.
Causa más sutil del triunfo del hastío fue el desproporcionado crecimiento de las ciudades. Acostumbrados ya a la vida ferviente en esos contados centros de actividad, los hombres hallaron que la vida fuera de la urbe les resultaba intolerablemente insípida. Y al mismo tiempo se agotaban a tal grado por la agitación de la vida urbana que terminaban prendándose del monótono hastío de la provincia, de las islas exóticas e incluso de otros mundos —cualquier puerto de reposo era bueno. Y para coronar esta vasta estructura de fracasos y desilusiones, llegó la espantosa catástrofe de la Guerra del 14. Otras épocas han sido testigos de desastres y han padecido desilusiones; pero en ninguna otra centuria las desilusiones se sucedieron a tal velocidad y sin intervalo como en el siglo XX, por la simple razón de que nunca antes el cambio había sido tan rápido y profundo. El mal du siècle era un mal inevitable; de hecho, podemos presumir con cierto orgullo que tenemos derecho a nuestra acedia. Para nosotros no es un pecado o un padecimiento de hipocondriacos; es un estado mental que el destino nos ha impuesto.
ALDUS HUXLEY
On the Margin 1948
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