¿UNA IGLESIA A MEDIAS?
Hoy estamos asistiendo al fenómeno de querer tener un cristianismo sin Iglesia. En otras palabras, se pretende una fe en Dios sin mediaciones, y un autodenominado seguimiento a Cristo, prescindiendo de la estructura ministerial de la que el Señor dotó a la comunidad de sus discípulos.
Para unos la Iglesia Católica aparece como la institución del «no», como un reducto del pasado que no se acomoda a los postulados de la modernidad, como un gran colectivo que va contra el progreso. Para resaltar esta caricatura se sobredimensionarán los pecados de los miembros de la Iglesia, y se relegará a un segundo plano, desconocido por ocultado, la inmensa vida de santidad, caridad y heroísmo que se da cada día en el más absoluto anonimato. En cambio, otros tienen la impresión de que la Iglesia está a punto de traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y, de este modo, sumirlos en la confusión: es la desilusión del amante traicionado.
Además, en amplios sectores de la sociedad se ha instalado la dicotomía maniquea entre la Iglesia de base y la oficial, entre la Iglesia de los pobres y la del Vaticano, entre la Iglesia carismática y la ministerial. Estas divisiones, repletas de ideologías extrañas a la fe, son utilizadas por los enemigos de la Iglesia para ir en contra de su estructura sacramental y jerárquica, la que le hace ser la verdadera Esposa de Cristo.
Lo curioso es que, en ocasiones, algunos católicos entran en ese juego para ir contra la propia «Madre». Puede suceder que, al igual que los corintios, también nosotros corramos el riesgo de dividir la Iglesia en una disputa de partidos: conservadores y progresistas, evangélicos y jerárquicos. ¿Qué hemos de hacer para no entrar en estas batallas, que tanto daño causan, porque son esquemas puramente humanos, resultado de pasiones? Todo comienza por tener claro que no hay fe verdadera en Cristo si se prescinde de la Iglesia. Es más, el ser cristiano católico no consiste en la elección de un programa que satisfaga, o en la simpatía por un cenáculo de amigos. La fe es conversión, que me trasforma a mí y a mis gustos, mediante la adhesión a la persona de Cristo vivo en su Iglesia (cf. Lc 17,5-6; 1 Jn 3,23; Gál 1,7-9). Por eso, la Iglesia no es un club, ni un partido, ni tampoco una especie de estado paralelo religioso, sino el Cuerpo encarnado de Cristo en la historia. De ahí que, como dice Benedicto XVI: «no necesitamos una Iglesia inventada por los hombres, producto de consensos y pactos. No es una Iglesia más humana la que nos salva, sino una Iglesia más divina, porque sólo entonces será también verdaderamente humana» (J. RATZINGER, «La Iglesia. Una comunidad siempre en camino», Madrid 2005, p. 133).
La Iglesia será espacio de salvación para los pobres en la medida en que nuestra atención esté centrada en lo que viene de su Cabeza, Cristo. Él sólo nos da la vida, la «vida en abundancia», que se nos comunica mediante la Palabra, los sacramentos y el testimonio de amor de los cristianos. Los grandes testigos de la fe y de la caridad, como por ejemplo Teresa de Calcuta, no necesitaron de ningún sincretismo litúrgico, ni de faltar a la comunión con los sucesores de los apóstoles, para servir a los más menesterosos y excluidos. Y es claro que tocaron fondo en la desgracia humana. Todo lo contrario, sacaron su fuerza de la oración y de la liturgia. Los santos se sintieron siempre «hijos de la Iglesia», y la sirvieron como Ella «quiere ser servida» en cada momento. Eso fue posible porque tuvieron corazones humildes y aceptaron plenamente la cruz.
Por último, en la obediencia de la fe y en la comunión eclesial está la garantía de nuestra libertad. A la vez, es antídoto para que el mensaje global cristiano no corra el riesgo ni caiga en el peligro de un reduccionismo y aprisionamiento de lo particular y no se arriesgue a proponer una especie de inculturación en los que se reduzca el cristianismo a unos contenidos de mínimos cayendo en ideologías de todo género o en meras propuestas socio-políticas y culturales.
Para unos la Iglesia Católica aparece como la institución del «no», como un reducto del pasado que no se acomoda a los postulados de la modernidad, como un gran colectivo que va contra el progreso. Para resaltar esta caricatura se sobredimensionarán los pecados de los miembros de la Iglesia, y se relegará a un segundo plano, desconocido por ocultado, la inmensa vida de santidad, caridad y heroísmo que se da cada día en el más absoluto anonimato. En cambio, otros tienen la impresión de que la Iglesia está a punto de traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y, de este modo, sumirlos en la confusión: es la desilusión del amante traicionado.
Además, en amplios sectores de la sociedad se ha instalado la dicotomía maniquea entre la Iglesia de base y la oficial, entre la Iglesia de los pobres y la del Vaticano, entre la Iglesia carismática y la ministerial. Estas divisiones, repletas de ideologías extrañas a la fe, son utilizadas por los enemigos de la Iglesia para ir en contra de su estructura sacramental y jerárquica, la que le hace ser la verdadera Esposa de Cristo.
Lo curioso es que, en ocasiones, algunos católicos entran en ese juego para ir contra la propia «Madre». Puede suceder que, al igual que los corintios, también nosotros corramos el riesgo de dividir la Iglesia en una disputa de partidos: conservadores y progresistas, evangélicos y jerárquicos. ¿Qué hemos de hacer para no entrar en estas batallas, que tanto daño causan, porque son esquemas puramente humanos, resultado de pasiones? Todo comienza por tener claro que no hay fe verdadera en Cristo si se prescinde de la Iglesia. Es más, el ser cristiano católico no consiste en la elección de un programa que satisfaga, o en la simpatía por un cenáculo de amigos. La fe es conversión, que me trasforma a mí y a mis gustos, mediante la adhesión a la persona de Cristo vivo en su Iglesia (cf. Lc 17,5-6; 1 Jn 3,23; Gál 1,7-9). Por eso, la Iglesia no es un club, ni un partido, ni tampoco una especie de estado paralelo religioso, sino el Cuerpo encarnado de Cristo en la historia. De ahí que, como dice Benedicto XVI: «no necesitamos una Iglesia inventada por los hombres, producto de consensos y pactos. No es una Iglesia más humana la que nos salva, sino una Iglesia más divina, porque sólo entonces será también verdaderamente humana» (J. RATZINGER, «La Iglesia. Una comunidad siempre en camino», Madrid 2005, p. 133).
La Iglesia será espacio de salvación para los pobres en la medida en que nuestra atención esté centrada en lo que viene de su Cabeza, Cristo. Él sólo nos da la vida, la «vida en abundancia», que se nos comunica mediante la Palabra, los sacramentos y el testimonio de amor de los cristianos. Los grandes testigos de la fe y de la caridad, como por ejemplo Teresa de Calcuta, no necesitaron de ningún sincretismo litúrgico, ni de faltar a la comunión con los sucesores de los apóstoles, para servir a los más menesterosos y excluidos. Y es claro que tocaron fondo en la desgracia humana. Todo lo contrario, sacaron su fuerza de la oración y de la liturgia. Los santos se sintieron siempre «hijos de la Iglesia», y la sirvieron como Ella «quiere ser servida» en cada momento. Eso fue posible porque tuvieron corazones humildes y aceptaron plenamente la cruz.
Por último, en la obediencia de la fe y en la comunión eclesial está la garantía de nuestra libertad. A la vez, es antídoto para que el mensaje global cristiano no corra el riesgo ni caiga en el peligro de un reduccionismo y aprisionamiento de lo particular y no se arriesgue a proponer una especie de inculturación en los que se reduzca el cristianismo a unos contenidos de mínimos cayendo en ideologías de todo género o en meras propuestas socio-políticas y culturales.
***monseñor Juan del Río Martín, obispo de Jerez de la Frontera y presidente de la Comisión de Medios de Comunicación de la Conferencia Episcopal Española (CEE)
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siempre al pendiente de ti
tqm
cris