XIBALBA

 Mira el cenote, Hermano. Esa agua oscura y profunda, esa es la boca de nuestro mundo. Cuando el aliento de alguien se va, el espíritu no sube al cielo. No, el espíritu de la gente antigua baja. Baja por la raíz de la Yaxché, la Ceiba Sagrada, o se sumerge en el ojo de agua hasta el Xibalbá, el Lugar Oculto. El Lugar del Miedo.


El descenso es rápido, sin pausa. El alma tiene que bajar escaleras que nunca terminan, resbaladizas por el tiempo, hasta que llega a una encrucijada terrible. Piensa en esto: cuatro caminos se juntan, como cuatro lenguas que te gritan al oído. Uno es rojo, otro blanco, otro amarillo, y el último, negro. Los caminos rojos y blancos te hablan, te llaman, te prometen el descanso fácil. Pero el alma debe ser sutil y recordar la historia de los Gemelos Sagrados: el camino negro es el que debes seguir, porque solo lo tenebroso te lleva a la verdad.


Sigues el camino negro hasta llegar a una gran casa de piedra. Adentro, te esperan los Señores del Xibalbá, sentados en un largo estrado. Tienen nombres que huelen a enfermedad y ruina, Hun-Came y Vucub-Camé, y sus ayudantes que te miran con ojos vacíos. Te ofrecen sentarte de inmediato, te dicen: "Descansa, viajero". Pero tienes que ser más astuto que ellos, porque el asiento que te ofrecen es una piedra ardiente, caliente como el sol del mediodía, preparada solo para quemar al ignorante. No te sientes, hijo. Hay que saber rechazar las comodidades fáciles en el reino de los muertos.


Luego te hacen pasar.


El alma debe recorrer seis casas, y cada una es una prueba de la inteligencia que tuviste en vida. Primero, la Casa Oscura, sin una sola luz, donde el vacío te presiona los ojos. Tienes que caminar por la memoria, adivinando con el corazón, sin ver. Después, la Casa de los Cuchillos, donde las navajas de obsidiana giran y bailan solas en el aire, esperando cortar al que duda. Si te asustas, ellas te persiguen. Tienes que pasar con la quietud de una iguana.


Sigue el alma y cae en la Casa del Frío, donde el hielo te llega hasta el tuétano, y luego en la Casa de los Jaguares, donde las fieras aúllan con hambre. Aquí, no peleas. No se trata de fuerza. Tienes que arrojarles los huesos que te pusimos en la tumba, esos pequeños talismanes, para apaciguarlos, para que te dejen seguir. Es el saber dar la ofrenda justa.


Llegas a la Casa del Fuego, donde el aire hierve. El alma arde, pero debe correr, sin detenerse, sin volverse ceniza. Y la última, la más temida, la Casa de los Murciélagos. Miles de criaturas negras que vuelan gritando, cuyo jefe, el Camazotz, espera el menor descuido para cortar la cabeza del viajero. El alma debe agazaparse, hacerse pequeña, y solo asomarse cuando escuche el paso de K’inich Ajaw, el Sol, que también baja a Xibalbá para morir y renacer.


Si el alma logra sobrevivir a la burla de los Señores y pasar las seis casas, si mantiene su cabeza y su astucia intactas, entonces ha vencido al Xibalbá. No se queda allí como prisionero. Al amanecer, sigue el rastro de nuestro padre Sol, ascendiendo por el tronco de la Ceiba.


Se convierte en parte de ese ciclo eterno, niebla que sube a las nubes, agua que cae al cenote, energía que alimenta el maíz. Se vuelve ancestro y luz. Por eso, al que se va, le decimos: ¡Que tu camino sea astuto! Y le ofrecemos el maíz, la bebida fuerte y la luz, para que su ingenio no se apague en la oscuridad




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