Érase una vez, en una Inglaterra donde la fe era un arma de doble filo y el Rey decidía qué rezar, un grupo de hombres caminó a la sombra. Eran católicos, oprimidos, y sentían que la justicia les había sido negada por el nuevo monarca, Jacobo I. Su líder era Robert Catesby, un hombre de fuego y persuasión, pero el rostro que la historia recordaría no fue el suyo, sino el de su soldado: un hombre curtido en guerras, experto en explosivos, llamado Guy Fawkes, o Guido, como prefería que lo llamaran.
La idea nació en la oscuridad, en una taberna o bajo el juramento de un libro de oraciones. No buscaban solo venganza; buscaban el sacrificio total para cambiar el curso de su mundo. El plan era simple, terrible y absoluto: harían volar el Palacio de Westminster, el día en que el Rey, la nobleza y todos los Lores del Parlamento estuvieran reunidos. Un solo golpe de pólvora para decapitar el poder protestante.
Y así fue como Guy Fawkes, con su experiencia de militar, se convirtió en el Guardián de la Noche.
Alquiló un sótano, una bodega, justo debajo de la Cámara de los Lores, y allí fue apilando su terrible tesoro. Treinta y seis barriles de pólvora, escondidos tras montones de leña y carbón. Guy vivía en la quietud de ese lugar, susurrando a los barriles en el frío húmedo. Él era el detonador, el encargado de encender la mecha y escapar al galope.
Pero el secreto es una cosa frágil. Justo cuando la medianoche del 4 de noviembre de 1605 se acercaba, cuando la mecha estaba lista y el Rey dormía, llegó la traición. Un anónimo, enviado a un noble católico llamado Lord Monteagle (quien decidió no guardar silencio), puso la duda en el corazón del Primer Ministro. Una pequeña carta advirtiendo que "no fuera al Parlamento, pues recibiría un terrible golpe y no vería quién lo hizo".
Se ordenó la búsqueda. A la primera no hallaron nada, solo un almacén inusualmente lleno de leña y un hombre alto, con sombrero y botas de jinete, que se hacía llamar John Johnson. Pero el Rey, quizás por instinto o por miedo, exigió una segunda y más profunda inspección.
A la medianoche, los hombres del Rey irrumpieron en el sótano. Y allí estaba él, Guy Fawkes, con su linterna sorda (hoy guardada en un museo), sus cerillas y su obstinada negación. Había 36 bocas de muerte tras él. El complot había fracasado.
Fue llevado a la Torre de Londres y torturado. Su firma, apenas un garabato tembloroso en la confesión, es el testimonio mudo de su sufrimiento. Fue condenado a la pena máxima por traición, pero cuentan que, antes de ser ahorcado, Guy Fawkes saltó del cadalso con fuerza, rompiéndose el cuello para evitar la agonía y la mutilación final.
Y aquí, querido amigo, es donde el cuento de la historia se convierte en el cuento del legado.
El Rey Jacobo I decretó que el 5 de noviembre sería un día de Acción de Gracias. Un día para celebrar el "milagroso" fracaso de la Conspiración. La tradición nació como una orden del poder: celebra, quema la efigie del traidor y recuerda lo que le sucede a quien se atreve a tocar al Rey.
Así, cada año, el pueblo construía y quemaba muñecos de Guy Fawkes en hogueras, conmemorando el orden. La rima popular se repitió durante siglos: “Remember, remember, the fifth of November…"
Pero el tiempo, sabes, tuerce todos los símbolos.
Con el paso de las generaciones, la figura del hombre de la pólvora dejó de ser solo el traidor católico. La máscara, la hoguera y el fracaso se transformaron en un símbolo contra el poder que oprime. Hoy, la figura de Guy Fawkes, popularizada por las artes, es la del hombre anónimo que se atreve a desafiar al sistema.
Lo que empezó como la celebración de la supervivencia del Rey, hoy se siente en el aire como la chispa persistente del desafío. Cada 5 de noviembre, cuando los fuegos artificiales estallan en el cielo, ya no es solo la alegría del Rey lo que se celebra; es la memoria de la bóveda subterránea, de la pólvora a punto de explotar y de la cara anónima que estuvo a punto de cambiarlo todo.
Guy Fawkes no logró volar el Parlamento, pero, paradójicamente, logró que la gente nunca olvidara que el poder puede ser confrontado, incluso si la pólvora nunca se enciende. Y ese es el legado que sigue ardiendo en cada hoguera de la noche
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