MICTLÁN

Es cierto, Hermano tienes razón. Hay secretos que se cuentan sin títulos, al calor de la vela, para que se queden en el alma y no solo en la cabeza. Apaga ya esa luz, Solo el fuego debe hablar esta noche. Mira el incienso de copal, cómo se eleva. Cuando la vida se apaga, el alma es como ese humo: se desprende. Y al irse, comienza a caminar hacia el Mictlán, la Casa de la quietud.

El primer encuentro es con el Apanohuayan, el río de los muertos. Es ancho y temible. No se puede cruzar solo, pues te arrastraría el lodo de tus faltas. Allí, en la orilla fría, debe esperar tu Xoloitzcuintle, con el pelaje oscuro como la noche y los ojos sabios. Si en vida lo amaste y le diste abrigo, él te reconocerá por el corazón, y se zambullirá contigo. Te llevará a cuestas, nadando hasta la otra orilla, dejando atrás el mundo de los vivos. Es la primera gran lección, nieto: la lealtad que diste, te salva.

Al salir del agua, el camino se vuelve estruendo. Llegas a Tepeme Monamictlán, el lugar donde las montañas chocan sin descanso. Dos colosos de piedra abriéndose y cerrándose, moliendo el aire. Tienes que ser muy astuto y veloz, encontrar el ritmo del universo en ese ir y venir. Si te equivocas, quedas aplastado. No es un castigo, es una prueba de la voluntad que te queda. Logras pasar, y la prueba se vuelve más aguda: caminas por Itztépetl, la montaña de obsidiana, donde la piedra es puro filo. El alma debe permitir que se le rasgue la piel para desprenderse de las últimas vanidades.

Y si crees que has sentido el frío, te equivocas. De la obsidiana pasas a la nevada eterna de Cehuelóyan, ocho páramos de hielo y cuchillos de aire. El alma quiere rendirse, caer y dormir allí para siempre, pero debe recordar su propósito y seguir moviéndose contra la desesperanza. Superado el frío, la fuerza del viento te levanta en Paniecatacoyan, donde te agitas como una manta. Tienes que dejar de luchar, abandonarte. Permitir que el viento te lleve, sin aferrarte a lo que fuiste. Y apenas te suelta el aire, caes en Temiminaloyan, el llano donde las flechas perdidas de todas las batallas vuelan a ciegas buscando el alma. Tienes que ser sutil, casi invisible, para que no te acribillen.

Pero el momento más crucial es después. Llegas a Teyolocualoya, el Lugar donde son Comidos los Corazones. Allí te espera el gran jaguar, el Señor de la Tierra. Él viene a pedir tu corazón por última vez. No para lastimarte, sino para liberarte. Tienes que dejar que te lo arranque del pecho sin oponer resistencia. Es la ofrenda final de tu pasión terrena. El desapego.

Con el pecho vacío, el alma desciende a la niebla, al último doblez: el Chicunamictlan. Nueve corrientes de agua oscura y niebla que te borra la memoria. Nadas y nadas, agotando las últimas fuerzas, hasta que ya no sabes quién eres, ni de dónde vienes. Y justo cuando la conciencia se disuelve en el cansancio, cuando ya no te queda ni un solo recuerdo de este mundo... llegas.

Allí están ellos, Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, el Señor y la Señora. Te miran, nieto, no con enojo, sino con una inmensa quietud. Y te dan la bienvenida al descanso verdadero, diciendo: "Has terminado ya tus penas. Vete, pues, a dormir tu sueño mortal." Y el alma se funde en la paz, se vuelve parte del silencio y la tierra que nos sostiene a todos. Por eso celebramos: no se ha ido, se ha transformado.




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