EL CRISTO DEL ATENTADO

 Crónica del Atentado en el Tepeyac
Por Javier Ramírez 

MÉXICO, D.F., 14 de noviembre de 1921 — La mañana de este lunes ha quedado grabada con pólvora y horror en el alma de la capital. Alrededor de las 10:30 horas, la paz que apenas se respiraba en la Basílica de Guadalupe, el santuario mariano más importante de América, fue violentamente destrozada por una explosión.

El objetivo era siniestro: destruir la sagrada imagen de la Virgen de Guadalupe, ese lienzo ancestral venerado por millones.

La acción fue tan simple como cobarde. Un hombre, identificado en algunas versiones como Luciano Chávez o Luciano Pérez, obrero y supuesto empleado de la Secretaría Particular de la Presidencia, ingresó al templo. Sin levantar sospechas, se dirigió al Altar Mayor portando un hermoso arreglo floral—un presente en apariencia inofensivo— que colocó justo a los pies de la Imagen de la Guadalupana.

El ramo de flores era, en realidad, el camuflaje de un cartucho de dinamita.

Aproximadamente a las diez y media, el artefacto estalló con una potencia demoledora. La deflagración fue un rugido que hizo temblar los viejos muros de la Basílica. Fragmentos de mármol y bronce volaron por el aire, mientras que la conmoción y el pánico se apoderaron de los pocos feligreses que se encontraban en el recinto.

El responsable del acto se perdió rápidamente entre el caos, supuestamente con la protección de civiles armados que operaban bajo las sombras del gobierno.

Cuando el humo y el polvo se disiparon, la escena del Altar Mayor era desoladora. Los candelabros, las flores y las bancas cercanas quedaron destrozados. Las escalinatas de mármol sufrieron graves daños.

Sin embargo, el asombro —que rápidamente se convirtió en un grito de fe— paralizó a los presentes. La tilma de Juan Diego, donde se halla impresa la imagen original de la Virgen, había quedado intacta. Ni siquiera el vidrio que la protegía se había roto.

El objeto que recibió la fuerza total de la explosión fue un crucifijo de hierro y bronce, una pieza de unos 34 kilogramos, que estaba justo delante de la Imagen. El crucifijo, forjado en metal sólido, fue encontrado en el suelo, doblado y retorcido por la onda expansiva, como si se hubiera interpuesto deliberadamente.

Para los católicos mexicanos, la conclusión fue inmediata: fue un milagro. El Cristo de bronce había sacrificado su forma para proteger a la Madre de Dios. Desde ese día, la imagen retorcida del crucifijo es conocida y venerada como el "Cristo del Atentado", el testimonio mudo de la defensa de la fe.

El atentado de 1921 no es un hecho aislado; es una flecha de fuego dirigida al corazón de una nación ya dividida.

Este cobarde acto se inscribe en un período de intensa lucha anticlerical por parte de ciertos sectores del gobierno posrevolucionario, que buscaban limitar la influencia política y social de la Iglesia Católica en México.

La indignación popular fue mayúscula. Días después, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM) convocó a marchas masivas exigiendo justicia e impidiendo que el hecho quedara impune, avivando las brasas de una confrontación que, lamentablemente, estallaría en la Guerra Cristera solo cinco años después.

Hoy, la Basílica ha sido reparada y la tilma, a salvo, sigue siendo el centro de la fe. El Cristo doblado permanece en exhibición, un recordatorio físico de aquel día en que la fe, contra la pólvora, demostró ser inquebrantable

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