Desperté entre el sordo rumor de engranajes dormidos. No supe si era la noche o si yo mismo era su sombra. El aire olía a aceite, a tierra húmeda y a algo que prometía nacer. Dentro de mí se movían cinco voces: un niño que temía la oscuridad, un científico que me medía el pulso, un poeta que sangraba palabras, un santo que se flagelaba con culpa y un hombre que observaba el mundo con cansancio. Cada uno tiraba de mí en una dirección distinta, como si mis costuras fuesen el único pacto que mantenía sus almas unidas.
Busqué un espejo, pero el espejo huyó. En su superficie temblaba un rostro hecho de fragmentos, de gestos que no coincidían. El niño lloraba por lo perdido, el científico anotaba mis errores, el poeta buscaba belleza en la herida, el santo pedía perdón, y el hombre, con ojos secos, solo quería seguir vivo. Yo era todos, y ninguno. Un rompecabezas que respiraba. Un experimento con hambre.
En el trabajo, entre el ruido metálico y el orden de las máquinas, las voces chocaban dentro de mí como engranajes sin aceite. El científico exigía precisión; el niño temblaba ante el error; el poeta se ahogaba en la rutina; el santo rezaba por paciencia; y el hombre, cansado, solo deseaba desaparecer. Un día dije algo fuera de lugar —una simple palabra, una fisura— y las miradas se volvieron cuchillos. Sentí la ansiedad morderme desde adentro: el corazón era un reloj descompuesto, el alma una máquina sobrecalentada. Intenté ser perfecto, invisible, útil. Pero mientras más me pulía, más se notaban mis costuras.
Entonces comprendí que mi monstruosidad no era una maldición, sino mi forma de existencia. Que dentro del rechazo también hay belleza. Que la vida, con toda su crueldad, era el verdadero creador, y yo, su obra imperfecta. Y por primera vez, respiré sin miedo.
Salí al aire. Las luces de la ciudad parecían luciérnagas ordenadas. Cerré los ojos y, por un instante, sentí paz.
Pero la paz tiene su propia respiración.
Salí a la terraza. El aire tenía un sabor metálico y dulce, como si el mundo acabara de despertar conmigo. La luna colgaba redonda, perfecta, vigilante, y algo antiguo se agitó en mis huesos, un tambor que recordaba su nombre. Sentí cómo la calma se volvía impulso, cómo la sangre buscaba un ritmo que no era humano. Sonreí: la paz también puede tener colmillos. Luego corrí, ligero, y el suelo quedó atrás, los balcones se convirtieron en escalones de luz. La ciudad dormía mientras yo ascendía por sus tejados, libre, fragmentado, completo al fin bajo la luna.
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