Son dos las características que hacen de la Iglesia en Corea una Iglesia muy especial: la iniciativa de los laicos y la marca de la persecución
El 20 de septiembre, la Iglesia Católica conmemora a un grupo de hombres y mujeres que, con su fe inquebrantable, regaron la semilla del cristianismo en la tierra de Corea, entonces un "Reino Joseon" cerrado al mundo. Su historia no es de misioneros extranjeros, sino de un pueblo que abrazó la fe y la defendió con su propia sangre. Es la historia de los Mártires Coreanos.
El cristianismo llegó a Corea en el siglo XVIII, no en barcos de misioneros, sino en libros traídos desde China por eruditos coreanos. Fascinados por sus enseñanzas de igualdad y un solo Dios, estos hombres y mujeres se convirtieron y empezaron a propagar el mensaje en secreto. La fe floreció silenciosamente, sin un solo sacerdote, hasta que un día, los primeros creyentes pidieron formalmente a un obispo que enviara sacerdotes.
Los coreanos escribieron al Papa Pío VII pidiendo sacerdotes, y la Santa Sede envió a tres franceses de la Sociedad de Misiones Extranjeras, que al cabo de solo dos años fueron martirizados. Lorenzo Imbert, Pedro Maubant y Santiago Castan avivaron aquella pequeña comunidad de católicos para luego acabar asaeteados, cortadas las orejas, atravesados los oídos y torturados con cal viva por negarse a dar los nombres de los fieles nativos.
Fue en este contexto de fervor oculto y peligro latente que nació Andrés Kim Taikegon. Hijo de mártires, fue enviado a Macao a estudiar para convertirse en el primer sacerdote católico nacido en Corea. Su viaje fue un acto de amor y valentía, un puente espiritual entre su patria y la fe que había conquistado su corazón. Su regreso, años después, fue un acto de inmensa audacia, pues sabía que su sacerdocio lo convertía en un blanco de muerte.
Y así fue. A lo largo del siglo XIX, las persecuciones estallaron una y otra vez. Las autoridades del Reino Joseon veían en la fe católica una amenaza mortal para su estricta jerarquía social, un veneno que proclamaba que un campesino valía tanto como el rey. Se desató una cacería brutal contra los creyentes. Miles de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, fueron arrestados, torturados y ejecutados. Sus nombres se perdieron en la historia, pero su fe permanece.
El propio Andrés Kim Taegon fue capturado. Como sacerdote, representaba el máximo peligro. Fue torturado, golpeado y sometido a interrogatorios, pero nunca renunció a su fe ni a sus hermanos. Tres años después le detuvieron y fue decapitado. Entre sus pertenencias se descubrió una carta que decía: «En este difícil tiempo, para vencer se debe permanecer firme, como valientes soldados». El 16 de septiembre de 1846, en el río Saenamteo, su vida terrenal llegó a su fin. Con 25 años, se arrodilló, y su sangre, derramada sobre la arena del río, se unió a la de miles de mártires coreanos anónimos.
La liturgia también recuerda a Pablo Chong, laico, hijo y hermano de mártires. Viajó hasta ocho veces a Pekín para pedir al obispo que enviara misioneros. Mientras, hizo de catequista clandestino y llevó el credo a muchos hogares. Al ser detenido confesó abiertamente su fe y fue decapitado.
La Iglesia de Corea es el resultado de ese sacrificio. No fue construida por la fuerza de los ejércitos o la riqueza de imperios, sino con la sangre de los mártires. Su fe inquebrantable, su obediencia y su amor por Cristo, en un contexto de persecución sin igual, forjaron una comunidad de creyentes que hoy es una de las más vibrantes y sólidas del mundo.
La Iglesia celebra la memoria de Andrés Kim y de Pablo Chong junto a la de otros 101 coreanos que fueron canonizados por san Juan Pablo II en Seúl el 6 de mayo de 1984.
El Papa Francisco beatificó a otros 124 en su visita de 2014, pero se calcula que son más de 8.000 los coreanos que perdieron la vida por su fe en tan solo 30 años.
El 20 de septiembre no es solo la conmemoración de un santo, sino el recordatorio de un pueblo que supo morir para que la fe pudiera vivir.
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