Edith Stein, es una de las personalidades más fascinantes y profundas del siglo XX. Su vida es un viaje que conecta la cumbre del pensamiento filosófico con el abismo del sufrimiento, y su historia es un testimonio de una búsqueda incansable que culminó en el amor y el sacrificio.
Nacida en 1891 en una familia judía ortodoxa en Breslavia (entonces Alemania), Edith Stein fue una mente brillante y precoz. Desde su adolescencia, se declaró atea, encontrando en la fe de su familia un consuelo que su intelecto no podía aceptar. Su vida se convirtió en una búsqueda intelectual de la verdad, un anhelo insaciable que la llevó a convertirse en la discípula más destacada de Edmund Husserl, el padre de la fenomenología. Su trabajo con Husserl la ubicó en la vanguardia de la filosofía de su tiempo, pero, aunque el análisis metódico de la conciencia la llenaba intelectualmente, algo en su interior permanecía vacío.
Siendo adolescente perdió la fe: “Con plena conciencia y por libre elección dejé de rezar”.
Este "vacío del alma", no era un simple descontento, sino una profunda inquietud existencial. Ella se dedicó a la filosofía para encontrar el sentido de la vida, pero el pensamiento puro, sin una base trascendente, no podía responder a las preguntas más esenciales de su ser. Como ella misma escribió:
"Quien busca la verdad, busca a Dios, sea de ello consciente o no". Su brillantez fenomenológica le permitió describir la realidad, pero no le ofreció el camino para habitarla plenamente.
Algunos eventos marcaron el comienzo de su conversión. Al estallar la Primera Guerra Mundial tomó un curso de enfermería y prestó servicio en un hospital militar austríaco, donde vio morir a hombres muy jóvenes
Al ver a una aldeana, con su cesto de compras, entrar a la Catedral Frankfurt para rezar se dijo a sí misma: “En las sinagogas y en las iglesias protestantes que he frecuentado los creyentes acuden a las funciones. Aquí, sin embargo, una persona entró en la iglesia desierta, como si fuera a conversar en la intimidad”. Al reencontrarse con una amiga judía convertida al catolicismo, que sufría la pérdida de su esposo, escribió:
“Este ha sido mi primer encuentro con la cruz y con la fuerza divina que transmite a sus portadores… Fue el momento en que se desmoronó mi irreligiosidad y brilló Cristo”.
Empezó a leer el Nuevo Testamento, y los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. El punto de inflexión en la vida de Edith ocurrió en 1921. Durante una visita a una amiga, se encontró con la autobiografía de Santa Teresa de Ávila. La leyó en una sola noche y, al terminarla, exclamó:
"¡Esta es la verdad!".
La experiencia de la mística española le ofreció no solo una verdad intelectual, sino una verdad que podía ser vivida y experimentada con todo el ser. El día de Año Nuevo de 1922 fue bautizada y confirmada en la fe católica.
Había dejado de practicar mi religión hebrea y me sentí nuevamente hebrea solamente tras mi retorno a Dios”.
Su conversión no fue un abandono de su herencia judía, a la que siempre se sintió profundamente unida, ni un rechazo de su intelecto. Al contrario, fue una integración. Su filosofía se convirtió en una teología, una herramienta para comprender la fe que ahora habitaba. Durante la década siguiente, dio clases y conferencias, abogando por el rol de la mujer en la Iglesia y escribiendo sobre la conexión entre la fenomenología y la filosofía tomista.
Recibió la Confirmación el día de la fiesta de la Candelaria.
“Creía que llevar una vida religiosa significaba renunciar a todas las cosas terrenas y vivir solamente con el pensamiento puesto en Dios. Me he dado cuenta de que este mundo exige de nosotros otras muchas cosas”.
Sin embargo, el anhelo de su alma la llamó a una vida más radical. El 15 de octubre de 1933, a los 42 años, entró en el convento carmelita de Colonia, una decisión que su madre no comprendió. Allí, tomó el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, que significa "Teresa, bendecida por la Cruz". Su nuevo nombre encapsulaba su misión: vivir una vida de oración y penitencia en unión con el sufrimiento de Cristo, especialmente por la salvación de su pueblo judío y la paz del mundo. .
En el claustro, escribió sus obras teológicas más profundas, como Ser finito y ser eterno, donde fusionó el pensamiento de Husserl y de Santo Tomás de Aquino para hablar del ser de Dios. Con el ascenso del nazismo, la vida de Edith se vio amenazada. Su origen judío la convirtió en un blanco. En 1938, fue trasladada al Carmelo de Echt en Holanda para protegerla, pero la invasión alemana la alcanzó.
“Solamente la pasión de Cristo nos puede ayudar, no la actividad humana… Bajo la Cruz entendí el destino del pueblo de Dios. Pienso continuamente en la reina Ester, que fue sacada de su pueblo para dar cuenta ante el rey. Yo soy una pequeña y débil Ester, pero el Rey que me ha elegido es infinitamente grande y misericordioso".
El 2 de agosto de 1942, fue arrestada por la Gestapo junto a su hermana Rosa, también conversa. En un famoso y desgarrador testimonio, se dice que mientras se las llevaban, Edith le dijo a su hermana: "Ven, vamos por nuestro pueblo".
Esta frase es la culminación de su vida y de su fe. En ese momento, ya no era solo una monja o una filósofa; era un cordero dispuesto a ser sacrificado. Ella abrazó la cruz de su herencia judía y de su fe cristiana en un acto supremo de amor. Su búsqueda de la verdad, que comenzó en el ateísmo, encontró su respuesta definitiva en la entrega total de sí misma. El 9 de agosto de 1942, Santa Teresa Benedicta de la Cruz fue asesinada en las cámaras de gas de Auschwitz.
Había escrito: “Lo que no estaba en mis planes estaba en los planes de Dios. Visto desde el lado de Dios, no existe la casualidad; toda mi vida, está ya trazada en los planes de la Providencia”.
Su vida es un testamento de que el vacío existencial solo puede llenarse con la entrega. Su crucifixión no fue un final trágico, sino el acto de amor más puro, donde su vida se convirtió en una ofrenda completa en el nombre de Jesús. Su canonización por el Papa Juan Pablo II en 1998 la reconoce no solo como una mártir, sino como un puente entre la fe y la razón, una figura que nos enseña que el camino a la santidad puede pasar por el más profundo intelecto y el más terrible de los sufrimientos.
El telegrama que Edith había enviado a la Priora de Echt antes de ser llevada a Auschwitz, contenía esta declaración:
“No se puede adquirir la ciencia de la Cruz más que sufriendo verdaderamente el peso de la cruz. Desde el primer instante he tenido la convicción íntima de ello y me he dicho desde el fondo de mi corazón: Salve, oh Cruz, mi única esperanza”.
EL PAPA JUAN PABLO II, con ocasión de la beatificación de Edith Stein en Colonia, Alemania, el 1 de mayo de 1987, afirmó:
“Nos inclinamos profundamente ante el testimonio de la vida y la muerte de Edith Stein, hija extraordinaria de Israel e hija al mismo tiempo del Carmelo, sor Teresa Benedicta de la Cruz; quien reúne en su vida una síntesis dramática de nuestro siglo. La síntesis de una historia llena de heridas profundas que siguen doliendo aún hoy…; síntesis al mismo tiempo de la verdad plena sobre el hombre, en un corazón que estuvo inquieto hasta que encontró descanso en Dios”.
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