En este Jueves Santo, el corazón se eleva hacia el Cenáculo, ese espacio sagrado donde resonaron las palabras que transformaron la historia. Más que un recuerdo distante, es una invitación a sumergirnos con el alma en aquella noche única, impregnada de amor divino y sacrificio redentor. Allí, entre las sombras de la inminente traición, Jesús instituyó el sacramento que perpetuaría su presencia entre nosotros: la Eucaristía.
Imaginemos la escena: Cristo, rodeado de sus apóstoles, sostiene el pan y el cáliz con manos que pronto llevarían las marcas de la redención. En su voz, no solo hay solemnidad, sino un poder que trasciende lo humano. Con autoridad divina, convierte el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, sellando un Nuevo Pacto. Este acto no fue un símbolo, sino un misterio tangible: Dios mismo se entrega como alimento para el camino, consuelo en el dolor y luz en la oscuridad.
Jesús, en su divinidad, conocía la tibieza de los corazones humanos, los sacrilegios futuros y la soledad que aguardaba en los sagrarios. Aun así, eligió quedarse. Su amor no se detiene ante la ingratitud; es un fuego que purifica y un abrazo que perdona. Como advierte San Pablo: El que come el pan o bebe el cáliz del Señor indignamente, come y bebe su propia condenación (1 Cor 11,23-32). Estas palabras no son amenaza, sino llamado urgente a la conversión: la Eucaristía exige un corazón reconciliado, limpio por el Sacramento de la Penitencia.
Aquella noche, Jesús no solo dejó un mandato, sino una promesa: «Estaré con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). En cada hostia consagrada, su mirada llena de compasión sigue buscándonos; su Corazón, traspasado por el dolor, late en cada sagrario. Ante tal don, ¿cómo no postrarnos en humilde gratitud?
Hoy, mientras contemplamos su rostro transfigurado por el amor sacrificial, pidámosle la gracia de acercarnos a la Eucaristía con reverencia. Que sea nuestro alimento en las luchas, consuelo en el llanto y fuente de alegría en la esperanza. No temamos purificar el alma en la Confesión: solo así recibiremos frutos de vida eterna.
Señor, en este Jueves Santo, haznos dignos de tu banquete. Que cada comunión nos una más a Ti, transforme nuestras debilidades en fortaleza y nos impulse a amarte en el prójimo. Permítenos, con María, guardar tu presencia en el corazón hasta el día en que, libres de todo pecado, nos unamos a Ti para siempre en la fiesta celestial. Amén.
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Que tengas un excelente día.