Desde que "El principito" de Antoine de Saint-Exupéry aterrizó en mis mano, su aparente sencillez me cautivó. Debo decir que leerlo de adulto es una belleza sin igual. Sin embargo, con los años, he descubierto que este relato es un espejo del alma humana, una obra que trasciende su formato de cuento infantil para convertirse en un tratado filosófico sobre la existencia. Su relevancia histórica, su profundidad simbólica y sus enseñanzas atemporales ofrecen herramientas para navegar la complejidad de la vida adulta, especialmente en un mundo que prioriza lo superficial sobre lo esencial.
-Está es la parte histórica-
Publicado en 1943,(tiendo a explicar estas cosas siempre ) en plena Segunda Guerra Mundial, El principito emergió como un faro de esperanza en medio del caos. Saint-Exupéry, exiliado y desgarrado por el conflicto, plasmó en su obra una crítica velada a la adultez desconectada de la humanidad. Los adultos que solo ven "números" en los sombreros dibujados, los reyes sin súbditos o los hombres de negocios que cuentan estrellas sin poseerlas, reflejan la absurdidad de una sociedad obsesionada con el poder y el control. En un contexto histórico marcado por la destrucción, el libro se convirtió en un llamado a rescatar la inocencia, la curiosidad y la empatía. Hoy, en una era dominada por la prisa y la tecnología, su mensaje sigue vigente: sin raíces emocionales, incluso el progreso se vuelve vacío.
Cada encuentro del principito en su viaje por los asteroides es una metáfora punzante de las contradicciones humanas. Saint-Exupéry disecciona, a través de estos personajes, las obsesiones que nos alejan de lo esencial. Como lectora que ha revisitado el libro en distintas etapas, descubro en cada figura un reflejo de las trampas que, como adultos, tendemos a normalizar.
El rey del asteroide 325. El monarca que gobierna un planeta vacío simboliza para mí la sed de autoridad sin sustento. Sus órdenes —como pedir que el sol se oculte— son solo un teatro para validar su posición. En la vida adulta, he visto este arquetipo en jefes que exigen respeto sin ganárselo, o en políticos que legislan desde burbujas de privilegio. El rey me recuerda que el poder, cuando no sirve a otros, es un disfraz de la propia inseguridad.
El vanidoso del asteroide 326. Este personaje solo desea ser aplaudido, pero vive en soledad. Su narcisismo es un ciclo vacío: necesita audiencia para existir, pero nadie lo escucha. En la era de las redes sociales, su figura resuena con fuerza. Yo mismo he caído en la tentación de buscar likes para validar logros, olvidando que el verdadero reconocimiento nace de conexiones auténticas, no de números en una pantalla.
El borracho del asteroide 327. El hombre que bebe para olvidar la vergüenza de beber encarna el círculo vicioso de la evasión. No es solo una crítica al alcoholismo, sino a cualquier mecanismo de huida: el trabajo excesivo, el consumismo, o incluso la negación emocional. En mi experiencia, reconocer estas espirales —como procrastinar para evitar el miedo al fracaso— es el primer paso para romperlas.
El hombre de negocios del asteroide 328. El contador de estrellas, que cree ser dueño de lo que no puede tocar, satiriza la obsesión por acumular sin sentido. Hoy, podría ser el coleccionista de NFTs, el inversor que vive esclavo de la bolsa, o cualquiera que confunda valor con precio. En mi vida profesional, he aprendido que atesorar títulos o bienes no llena el vacío; lo que importa es cómo usamos lo que "poseemos" para servir, crear o conectar.
El farolero del asteroide 329. Este personaje, que enciende y apaga un farol cada minuto por órdenes obsoletas, representa la obediencia ciega a sistemas sin propósito. Su tragedia es conmovedora porque, a diferencia de otros, él al menos trabaja por algo más que por sí mismo. En la adultez, he visto a amigos atrapados en trabajos que odian por miedo al cambio, o a familias repitiendo tradiciones vacías. El farolero me enseña que incluso la disciplina más noble pierde sentido si no cuestionamos el "para qué".
El geógrafo del asteroide 330. El erudito que registra montañas y ríos, pero nunca sale de su escritorio, critica el academicismo desconectado de la experiencia. En la universidad, conocí a profesores más interesados en teorías que en estudiantes; en mi carrera, he visto planes estratégicos ignorar las voces de quienes ejecutan el trabajo. El geógrafo me advierte: sin curiosidad por el mundo real, el conocimiento se convierte en otro tipo de ignorancia.
La rosa del asteroide B-612 siempre me ha conmovido. Frágil, vanidosa y demandante, podría parecer un símbolo del amor idealizado. Pero con el tiempo, comprendí que su verdadera lección es que el amor se construye, no se impone. El principito huye de ella, frustrado por sus contradicciones, hasta que el zorro le enseña que "solo se ve bien con el corazón". En mi propia vida, he sido tanto la rosa como el principito. Recuerdo una relación en la que, como la flor, exigía atención sin saber expresar mis inseguridades. Más tarde, como el viajero estelar, entendí que lo que hace única a una persona no son sus perfecciones, sino el tiempo y la dedicación que invertimos en ella. La rosa me enseñó que amar es un acto de paciencia y que la vulnerabilidad, lejos de ser una debilidad, es el núcleo de la conexión auténtica.
"Domesticar" es, quizás, uno de los conceptos más revolucionarios del libro. El zorro no pide al principito que lo posea, sino que lo vincule a través de rituales y presencia. En un mundo adulto donde las relaciones suelen medirse por su utilidad o conveniencia, este animal sabio recuerda que el verdadero valor está en los lazos que tejemos con esfuerzo. Como profesional, he aplicado esta lección al entender que un mentor no es quien da respuestas, sino quien comparte tiempo y confianza. En la amistad, he aprendido que un café semanal con un ser querido, aunque parezca trivial, es lo que construye complicidad. El zorro me mostró que, sin rituales de conexión —esas "horas de caminata bajo la lluvia"—, la vida se reduce a transacciones frías.
La serpiente, con su mordida letal, representa lo ineludible: la muerte, el cambio, las pérdidas. Su frase "Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás" me persiguió durante años. En mi juventud, la interpreté como un símbolo de fatalismo, pero hoy la veo como una invitación a aceptar los ciclos naturales.
Hace un año, enfrenté una crisis personal que me obligó a reinventarme( al menos algunas estructuras de mi vida). Como el principito ante la serpiente, sentí miedo ante lo desconocido. (La incertidumbre la detesto). Sin embargo, entendí que, así como el niño debe dejar su cuerpo terrenal para regresar a su asteroide, a veces debemos soltar versiones de nosotros mismos para renacer. La serpiente no es villana; es la maestra que nos confronta con nuestra finitud para que vivamos con propósito.
El principito no es un libro para niños disfrazado de metáforas, sino un manual para adultos que han olvidado escuchar su voz interior. Sus personajes —la rosa, el zorro, la serpiente— son espejos de nuestras propias contradicciones, anhelos y miedos. En un mundo que glorifica la productividad y el éxito material, este relato nos desafía a priorizar lo invisible: el amor que se cultiva, los vínculos que se domestican y la valentía de abrazar lo efímero. Cada vez que releo sus páginas, recuerdo que crecer no significa abandonar la curiosidad, sino llevar con nosotros al niño que pregunta "¿por qué?", mientras el adulto aprende a escuchar con el corazón.
Y es que, como diría el zorro, solo hay que atreverse a dejar que las palabras de Saint-Exupéry nos "domesticen". Entonces, descubriremos que las estrellas ríen no para todos, sino para quienes saben encontrar en ellas el reflejo de una rosa única, un amigo leal o una verdad que, aunque duela, nos libera. El principito, con su inocencia lúcida, nos confronta: ¿Para qué queremos reinos sin súbditos, aplausos sin testigos, o estrellas sin poesía? Su viaje no es una condena a la adultez, sino un recordatorio de que crecer no implica abandonar la lucidez. Al final, como él, tenemos la opción de elegir qué tipo de "adultos" ser: aquellos que coleccionan cifras, o aquellos que, tras visitar estos asteroides, deciden cultivar jardines de rosas y lazarillos cómplices.
Comentarios
Publicar un comentario
Que tengas un excelente día.