SAN JOSE, OBRERO

I. Las manos del silencio 

Talló la madera con furia santa,  
en sus palmas, surcos de eternidad.  
No domo el mar ni partió el pan,  
pero en su taller forjó la Trinidad.  

Cargó al Verbo en brazos de arcilla,  
lo enseñó a medir la sed del trigo.  
El Cielo, niño, dormía en su regazo:  
¡oh paradoja del humano oficio!  

Fue roble que abrazó la zarza ardiente,  
sombra fiel donde anidó la luz.  
Su fuerza no estuvo en espadas ni cantos,  sino en guardar lo que el mundo alaba.

Fue acebuche que abrazó la ley y los profetas , hombre fiel donde creció la Luz.  Su fuerza no fue en truenos ni dagas,  sino en custodiar lo que el mundo negó.  


II. El guardián de los umbrales
  
No tembló cuando el ángel llegó en sueños,  clavó su "sí" en el pecho del viento.  Esposo de auroras, padre de misterios,  tejió cobijos para el firmamento.  

Su brazo fue columna del edén doméstico,  calor de hogar entre paja y escombros.  Mientras el Niño jugaba con estrellas,  él afilaba el alba en su escombro.  

Hombre de los pies en tierra y alma en vuelo,  sostuvo el mapa de una estrella errante. Murió aprendiendo a ser padre de un Dios y en su último suspiro: "Heme aquí, señor... ".  



III. Duelo de luces

Él, que enseñó al Sol a tallar mesas,  
No vio al Hijo convertir el agua en vino.  
Su humanidad fue el marco del milagro,  barro que entendió ser necesario y fino.  

Jesús heredó sus cejas de olivo,  
la paciencia del hacha en el leño duro.  
Pero cuando el Padre llamó desde el monte,  José supo inclinarse ante el puro.  

Dos maderos: uno clavado en el Gólgota,  otro, anónimo, que pulió la viga.  Dos amores: el que salva con heridas,  y el que calló, guardando la espiga.  


IV. El santo de los gestos

No escribió parábolas ni calmó tempestades,  pero sus uñas guardaban sal de mares.  Cada tabla que unía era un acto de fe:  ensambló lo divino en junturas terrenales.  

Cuando el adolescente Dios discutía doctrina,  él limaba el orgullo en su banco de pino.  Supo ser pequeño ante el Hijo eterno,  y en esa humildad forjó su destino.  

Murió con las manos llenas de surcos,  
ríos que regaron el árbol de olivos.  
Hoy sigue tallando custodias invisibles,  
patrono de los que aman sin querer luz.  


V. Elegía al hombre necesario
 
No está en la Última Cena ni en el Calvario,  pero sin su sí, no habría Sagrario.  Arquitecto de lo que no se ve,  su gloria fue ser camino y destino.  

¡Oh José, espejo de masculinidad pura!  
Fuerza que se inclina, autoridad que sirve.  
En tu callar hubo más que en profecías,  
y en tu carpintería, el universo gira.  



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