AMOR: LA PALABRA PERDIDA IV

Storgē: El amor que nace en las raíces del hogar
 
La palabra storgē (στοργή) brota del griego antiguo como un carbón de la fogata dentro de la casa. Su raíz, stergein (στέργειν), significa "amar con naturalidad", como el instinto que une a una madre con su cría o a un hermano con su sangre. No es un fuego que estalla, sino la tibieza de un hogar. No se escribe con letras de pasión, sino con el alfabeto de los gestos cotidianos: la sopa que se enfría en la mesa, la manta que se arropa en el frío.

 El filósofo C.S. Lewis, en Los cuatro amores, la definió así: «La storgē es el amor de lo familiar, el afecto que no necesita explicaciones... Es el aire que se respira sin notarlo».  
  
Storgē es el primer amor que conocemos: el abrazo que nos enseña a confiar antes de hablar, la mirada que nos nombra "seguros" en un mundo caótico. John Bowlby, padre de la teoría del apego, diría que aquí yace el andamiaje del alma: «El vínculo primario no es un lujo, es una necesidad biológica».  


Es el amor que no se elige, pero que nos elige. En su forma sana, storgē es refugio; en su ausencia, se convierte en la herida que sangra en relaciones futuras.

La poeta Warsan Shire lo gritó:  «Nadie deja su hogar a menos que su hogar sea la garganta de un tiburón».  
  
En la Grecia antigua, la storgē se celebraba en mitos como el de Deméter y Perséfone: la diosa que atraviesa el inframundo por su hija, la raíz materna que desafía hasta a la muerte. 

Esquilo escribió: «La tierra, madre de todos, sostiene con storgē a quienes caminan sobre ella»(Las suplicantes).  

Pero también habitaba en lo cotidiano: en los campesinos que heredaban la tierra de sus abuelos, en las nodrizas que criaban hijos ajenos como propios. En Roma, se llamó pietas: el deber sagrado hacia la familia.

Cicerón advirtió: «La patria nos es dada por amor de nuestros padres» (Sobre los deberes).  
  
Hoy, al pensar en storgē, veo a mima en preparando café en su jarra, los perro que me esperan en la puerta aunque nadie le haya enseñado a esperar. Es el amor que no se declama, pero se vive. Rainer Maria Rilke lo intuyó: «El amor consiste en esto: dos soledades que se protegen, se saludan y se respetan» 
Storgē no es grandilocuente: huele a pan recién horneado, suena a risa antigua en el teléfono, sabe a receta que nunca se escribe pero todos memorizan. Es el amor que, como dijo Gabriel García Márquez, «se descubre más por el tacto que por la razón» (El amor en los tiempos del cólera).  
 
El español no tiene una palabra exclusiva para storgē, pero tiene almohadas que guardan lágrimas, fotos desgastadas en carteras, y el «cuídate» que se repite al colgar el teléfono.  En un mundo obsesionado con el amor romántico, storgē nos recuerda que la primera revolución es aprender a habitar el nido. Como susurran las raíces a las hojas: «Eres libre de volar, pero aquí siempre habrá tierra»*.

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