Pero cuando el yo se vuelve ídolo, Philautia se convierte en la prisión que describe Ovidio en el mito de Narciso:
En la antigua Grecia, los estoicos practicaban philautia como autoconocimiento: «Conócete a ti mismo» (Γνῶθι σεαυτόν) en Delfos no era un mandato egoísta, sino una invitación a alinear el alma con el cosmos. Plotino, el místico neoplatónico, escribió: «Retírate a ti mismo y mira; si aún no te ves bello, imita al escultor que talla su estatua»(Enéadas).
Pero en el cristianismo medieval, el amor propio se asoció al pecado de soberbia. San Agustín tembló ante esta dualidad: «El amor a sí mismo, si no está ordenado al amor de Dios, es un río que se desborda»(Confesiones).
Hoy, en la era del selfie y la autoexplotación, filautia es un campo de batalla: ¿nos miramos para sanar o para adorar una máscara?
En mí, philautia es la voz que a veces susurra: «Eres suficiente», y otras grita: «Nunca serás suficiente». ¿Esa voz que escuchamos es nuestra?
Amarse no es inflar el ego, sino aprender a habitar la propia piel con sus grietas y fulgores. Como lo dice Virginia Woolf: «Un yo que fluye, no un yo fijo»(Una habitación propia).
Philautia es el arte de ser testigo y no juez. Dejar que la vida, como el agua en un estanque, calme las olas de nuestro reflejo.
El español no tiene una palabra para philautia, pero tenemos gestos: la mano que acarrea una cicatriz, el silencio que se permite llorar, el «basta» dicho frente al espejo. Somos Narciso y también somos Dafne, huyendo de la trampa de la imagen para convertirnos en árbol. Como citando a uno de mis poetas favoritos Fernando Pessoa:
El amor propio es un viaje, no un destino. Requiere práctica diaria y paciencia, pero cada paso me acerca a una vida más auténtica y plena. Al final ¿No somos Imagen y Semejanza?
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