En la ciudad de Jerusalén, en el siglo I, había un judío llamado Nicanor. Era un hombre piadoso y devoto, que había estudiado las Escrituras y se había criado en la tradición judía. Sin embargo, cuando escuchó predicar a los apóstoles sobre Jesús de Nazaret, algo cambió en su corazón.
Nicanor se sintió atraído por la mensagem de Jesús y comenzó a seguir a los apóstoles. Se convirtió en un discípulo ferviente y pronto se unió a la comunidad cristiana en Jerusalén.
Pero Nicanor no era solo un converso, era también un líder natural. Los apóstoles lo eligieron para ser uno de los primeros diáconos de la Iglesia, junto con Esteban, Felipe, Prócoro, Nicolás y otros.
Como diácono, Nicanor se dedicó a servir a los pobres y necesitados de la comunidad. Distribuía alimentos y otros bienes a los que lo necesitaban, y se aseguraba de que todos fueran atendidos con amor y compasión.
Pero la vida de Nicanor no estuvo exenta de desafíos. La comunidad cristiana en Jerusalén estaba sufriendo persecución por parte de las autoridades judías y romanas. Los apóstoles estaban siendo perseguidos y muchos cristianos estaban siendo encarcelados o martirizados.
A pesar de los peligros, Nicanor se mantuvo firme en su fe. Siguió sirviendo a los demás y predicando el Evangelio de Jesucristo. Y cuando finalmente fue arrestado y condenado a muerte, Nicanor se enfrentó a su martirio con valentía y fe.
Según la tradición, Nicanor fue lapidado o apedreado hasta la muerte en Jerusalén. Pero su muerte no fue en vano. Su ejemplo de fe y servicio inspiró a muchos otros cristianos a mantenerse firmes en su fe, incluso en medio de la persecución.
Hoy en día, San Nicanor es recordado como un mártir y un héroe de la fe. Su historia nos recuerda la importancia de servir a los demás y de mantenernos firmes en nuestra fe, incluso en medio de los desafíos y la persecución.
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